Del mismo modo que Confucio recomendaba ante todo ponerse de acuerdo acerca del significado concreto de las palabras, todo el mundo está de acuerdo en que una buena pregunta es la condición necesaria para una respuesta aceptable.
En el caso de la tradición zen, la pregunta, si está bien formulada, si pone en acción todas las facultades del espíritu y del corazón, ni siquiera necesita una respuesta. Ya ha cumplido con su cometido.
Como la famosa pregunta del arquero: “¿Qué es lo que me apunta a mí?”, o también, entre los clásicos: “Dos manos que chocan la una contra la otra producen un ruido. ¿Qué ruido hace una mano sola?”.
“¿Qué diferencia hay entre un cuervo?”, preguntaba el famoso cómico Coluche, que se situaba, quizá sin saberlo, en esa misma tradición. O bien: “¿Qué edad tenía Rimbaud?”
La siguiente historia, que hay que contar o leer atentamente, se oye en nuestros días en el país vasco español. Algunos la consideran una de las mejores historias del mundo.
Un tranquilo y taciturno campesino vigilaba a dos vacas que pastaban en un prado, y no hacía nada más.
Otro campesino, que pasaba por allí, se sentó en un pequeño muro que delimitaba el prado, permaneció un momento en silencio (en ese país las conversaciones son lentas y muy pensadas) y finalmente preguntó:
- ¿Comen bien las vacas?
- ¿Cuál de ellas? – dijo el otro
El campesino que estaba de paso, un poco desconcertado por la pregunta, dijo entonces al azar:
- La blanca.
- La blanca sí – dijo el primero.
- ¿Y la negra?
- La negra también.
Tras ese primer intercambio, los dos hombres permanecieron durante un buen rato sin hablar, la mirada perdida en el familiar paisaje, las montañas, el pueblo.
Entonces el segundo campesino preguntó:
- ¿Y dan mucha leche?
- ¿Cuál de ellas? – contestó el otro.
- La blanca.
- La blanca sí.
- ¿Y la negra?
- La negra también.
A lo que siguió otro silencio, que duró tanto como los otros, en el transcurso del cual los dos hombres no se miraron. Sólo se oía el apacible sonido de las dos vacas que pastaban.
Finalmente el segundo campesino rompió el silencio y dijo:
- Pero ¿por qué siempre me preguntas “cuál de ellas”?
- Porque – contestó el primero -, la blanca es mía.
- Ah – dijo el otro.
Reflexionó un poco y preguntó para acabar, no sin una oculta aprensión:
- ¿Y la negra?
- La negra también.
Texto por Jean-Claude Carriere
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